Desde el principio Dios estableció
la familia como un vínculo vital, sano, de transformación, de crecimiento, de expansión
de vida, de expansión de sabiduría, del lugar estratégico para forjar principios
y valores, y no cabe duda que los hogares que representan las familias de la
tierra debiesen fungir como tales y que los padres han tenido y seguirán teniendo
un rol clave en la formación de los nuevos integrantes de la sociedad y es que
la instrucción a impartir no solo consistirá en palabras, los hechos modelados tendrán
un impacto en la vida de los suyos. Actualmente de forma jocosa advertimos los
enunciados de nuestros abuelos o programas de comedia en los que no falta la
frase: “en mis tiempos esto no sucedía”, “en mis tiempos esto se daba de tal
manera” y comenzamos a declarar “Eso fue en sus tiempos, estamos en el siglo
XXI”, mostramos orgullo de estar en lo actual y no en los tiempos de antaño,
pero a veces no consideramos lo bueno que pudiésemos imitar de esos tiempos, como
el que la familia compartiera cada comida juntos en la mesa, que la supervisión
de los padres a los hijos fuese más directa, que la competencia de los padres
no fuese delegada a la T.V. la internet o a las niñeras, las inquietudes de los
chicos fuesen contestadas en esos consejos o charlas de anécdotas antes que los
chismes y mal informaciones de amigos u otras vías.
Lo cierto es que muchas familias están
haciendo uso de patrones disfuncionales estableciendo falsos conceptos y desintegrando
la fuerza que debiese tener la familia en la sociedad y sus consecuencias
resuenan en los diferentes espacios y estratos. Debiésemos aguardar en nuestro corazón
como un desafío el hacer del hogar un sitio cálido y decisivo, donde el amor,
la comunicación, la verdad, la participación y atención de los integrantes
forjan seguridad en quienes instruyen.
“Oye, hijo mío, la instrucción de
tu padre, y no desprecies la dirección de tu madre” Prov 1:8
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